Teorías de formación de la Luna

A lo largo del tiempo, aparecieron multitud de teorías que trataban de explicar el origen de la Luna, pero no todas encajan con lo observado.

Una teoría que ya no tiene demasiados apoyos es la de la fisión, que afirmaba que la Luna era originalmente parte de la Tierra, pero nuestro planeta giraba tan deprisa que una parte de él, cuando aún estaba muy caliente en la superficie y era bastante plástico, salió despedida y formó la Luna. Pero de ser así, nuestro satélite giraría alrededor de la Tierra en el plano ecuatorial en el que salió despedida, pero la Luna está inclinada un ángulo considerable sobre ese plano. Además, la velocidad angular de la Tierra para lanzar una parte de sí de ese modo debería haber sido tremenda, mucho más grande que la que todos los modelos actuales consideran, teniendo en cuenta su velocidad de rotación actual y el tiempo que ha transcurrido.

Otra teoría era la de la captura. Muchos cuerpos pequeños en el Sistema Solar que no orbitan alrededor del Sol han sido capturados por la atracción gravitatoria de un cuerpo más grande. Júpiter, por ejemplo, tienen verdaderas hordas de pequeños cuerpos girando a su alrededor como un enjambre, y la mayoría probablemente fueron capturados por la gravedad del planeta. Pero los modelos estudiados por los científicos parecen indicar que esto no ha podido suceder con la Tierra y la Luna porque nuestro planeta no tiene la suficiente masa como para atrapar a un cuerpo tan enorme como la Luna, y hubiera hecho falta una serie de coincidencias extraordinarias para frenarla en el momento y lugar precisos de modo que tuviera una órbita estable alrededor de la Tierra.

Pero en los años 70 surgió una teoría nueva, que poco a poco fue ganando aceptación hasta que, en una conferencia sobre el origen de la Luna en 1984, se convirtió en la favorita de la comunidad científica, y sigue siéndolo hoy, a pesar de que tiene también algunos problemas: la Teoría del Gran Impacto, según la cual la formación de la Luna afectó seriamente al desarrollo inicial de nuestro propio planeta.

La esencia de esta teoría es que poco después de la formación del Sistema Solar, tal vez tan sólo unas cuantas decenas de millones de años, cuando la Tierra aún era una inmensa bola de roca fundida, otro planeta impactó contra ella. Este segundo planeta suele recibir el nombre de Theia (puesto que esa diosa era la madre de Selene), y debía de tener una masa parecida a la de Marte. La Tierra, por aquel entonces, todavía no tenía el tamaño actual, sino más o menos el 90% de su masa de hoy en día, en parte porque seguía capturando planetesimales, y en parte porque tras el impacto absorbió parte de la masa de Theia.

En el caso de la Tierra y Theia fue que el impacto probablemente no se produjo de lleno, disminuyendo así su violencia de modo que no aniquiló completamente a los dos planetas nacientes, pero debió de ser algo cataclísmico: se estima que la temperatura en la superficie de la Tierra llegó a alcanzar más de 10.000 °C, casi el doble que la temperatura en la superficie del Sol. Miles de millones de toneladas de roca se vaporizaron instantáneamente, y cantidades inimaginables de material fueron desprendidas al espacio a velocidades tremendas.

Posiblemente casi todo el núcleo de Theia, con los elementos más pesados, se fundió con el de la primitiva Tierra, lo cual explicaría la gran cantidad de hierro en nuestro planeta (el más denso del Sistema Solar). Sin embargo, gran parte del manto de Theia se vaporizó o fue expulsado al espacio, y formaron una especie de “cinturón de asteroides” alrededor de nuestro planeta por algún tiempo. Esa densidad de pequeños cuerpos en un campo gravitatorio, moviéndose a gran velocidad, supuso una cantidad terrible de impactos entre ellos.

Algunos trozos impactaron contra otros, y acabaron cayendo a la Tierra de nuevo mientras que otros fueron despedidos a velocidades mayores que la de escape, y desaparecieron en el espacio interplanetario pero, poco a poco, los impactos fueron agrupando la masa de modo que, al cabo del tiempo, un satélite realmente grande orbitaba la Tierra. Tras el impacto una especie de océano de magma cubría el satélite, que poco a poco se fue enfriando. Según la roca se fue solidificando, se formó la corteza de la Luna. Las muestras de roca tomadas por las diversas misiones a la Luna.

De hecho, una cantidad gigantesca de cráteres tienen edades muy similares: entre 3.850 y 4.000 millones de años. Durante esos brevísimos 150 millones de años la Luna fue bombardeada por una cantidad ingente de objetos; de ahí que ese período se denomine intenso bombardeo tardío.

Incluso tras la solidificación de la corteza, el interior de la Luna seguía estando muy caliente, y la actividad volcánica era intensa. Lo que algunos de los primeros astrónomos pensaban que eran océanos son en realidad enormes coladas de lava basáltica, relativamente lisas y homogéneas, que también tienen cráteres. Al principio, cuando el interior se encontraba todavía a una temperatura muy elevada, las erupciones eran constantes y muy importantes, pero poco a poco fueron disminuyendo en frecuencia y volumen: las últimas de las que tenemos noticia tienen algo más de mil millones de años de antigüedad.

Sin embargo, todavía pueden verse en la Luna multitud de testigos de esa época convulsa: aparte de los propios maria, existen antiguos ríos de lava solidificada, que suelen llevar hasta chimeneas volcánicas apagadas hace eones, y montes cuyo origen no deja lugar a dudas, ya que tienen cráteres volcánicos en la superficie de los que parten algunos de estos ríos ancestrales.

Mons Rümker, en el Mar de las Tormentas (Oceanus Procellarum)

Al cabo del tiempo la actividad volcánica fue cesando, mientras que los impactos de meteoritos se siguieron produciendo, aunque con menor intensidad que durante el bombardeo de tiempos pasados. Poco a poco, incluso los maria extremadamente lisos fueron sufriendo cicatrices debidas a estos impactos.

Las misiones Apolo trajeron a la Tierra, en total, casi 400 kg de rocas de diferentes tamaños, que permitieron a los científicos conocer mucho sobre la composición de la Luna y la edad de las diversas muestras, a partir de la abundancia relativa de distintos isótopos. Hoy conocemos bastante bien la composición química de sus rocas y parecería que no tiene mucho sentido invertir millones en volver a ir a una roca inerte.

Pero en realidad tiene mucho sentido volver a ir por varias razones. Es indudable que en un futuro relativamente cercano vamos a querer poner los pies en otro planeta del Sistema Solar, y el primer destino evidentemente es Marte. Las misiones lunares son pruebas excelentes del equipo nuevo y la tecnología que se ha ido desarrollando en esa dirección.

Pero, además, no debemos despreciar la Luna en sí misma como un objetivo práctico a corto plazo: en primer lugar, sería un lugar absolutamente único para construir telescopios ópticos gigantes. Un radiotelescopio tendría enormes ventajas, de construirse sobre la superficie de nuestro satélite, en la cara oculta.

Los radiotelescopios actuales tienen que luchar contra un ruido infernal creado por nuestras propias emisiones, y cada vez son mayores. Uno construido en la Luna, a espaldas de nuestro planeta, estaría protegido por un escudo de las emisiones de radiación electromagnética terrestre, y podría mirar al espacio exterior casi sin interferencia, y después, utilizando unos cuantos satélites para repetir la señal, enviar los resultados a la Tierra.

Algunos, a mediados del siglo pasado han pensado en la colonización de la Luna, no para establecer colonias de gran tamaño.

La idea sería tener bases de pequeño tamaño y carácter permanente, pero con tripulaciones que se vayan relevando a lo largo del tiempo, algo parecido a lo que sucede con la Estación Espacial Internacional. ¿Para qué serviría una base en la Luna?

En primer lugar, porque las posibilidades de experimentos científicos son múltiples, y mantener la base sería probablemente más barato que la ISS, pues estaría sobre una superficie. La gravedad es otro factor a considerar. La Luna tiene la sexta parte de la gravedad terrestre. Si algún día nos extendemos de verdad por el Sistema Solar, no sabemos dónde se realizará la construcción de las naves espaciales que lo logren, pero lo que sí sabemos es que no será en la Tierra, porque el costo del combustible para escapar de su campo gravitatorio lo hace inviable. La Luna sí es un candidato posible para este fin, porque una nave construida en la Luna necesitaría para ser lanzada una fracción minúscula de la energía que requeriría hacer lo mismo desde la Tierra. De modo que la Luna tal vez no sea nuestro destino final, sino el trampolín para abandonar nuestro planeta.

La propia explotación de los recursos naturales de la Luna (que son muchos) puede convertirla algún día en un objetivo comercial.

El viento solar que lleva lloviendo sobre la superficie lunar durante miles de millones de años, compuesto por diversos tipos de partículas que acaban en el regolito, mezclados con las sustancias que lo componen e interaccionando con ellas, acumulándose poco a poco todo el tiempo. Como resultado, en la Luna existen cantidades mucho mayores que en la Tierra de helio-3, un isótopo que puede ser fundamental si logramos desarrollar reactores de fusión.

El único problema es que las regiones en las que más helio-3 puede haber son aquéllas en las que la incidencia del viento solar es más perpendicular al suelo, es decir, cerca del ecuador lunar; dado el valor de este isótopo, puede resultar muy beneficioso establecer, al menos, explotaciones robóticas allí, pero las bases permanentes probablemente no se encuentren cerca del ecuador, sino en los polos.

En los polos lunares se dan dos características cruciales para el posible establecimiento de una base, aunque parezcan contradictorias al principio: se dispone de luz solar casi todo el tiempo, y permiten zonas de oscuridad permanente. La clave es que la Luna rota sobre su eje de manera que su ecuador es prácticamente paralelo al plano de la eclíptica, de modo que la inclinación de los rayos solares apenas cambia a lo largo del tiempo.

Pero no es probable que la Luna se convierta en el segundo hogar de la humanidad en el Sistema Solar: la ausencia de atmósfera y la escasa gravedad, además del extraño ciclo de días y noches de 15 días terrestres de duración, hacen que no sea un lugar muy hospitalario. Pero es muy probable que se convierta en un suministro de recursos, una fuente de descubrimientos científicos y, tal vez, el muelle espacial en donde se construyan las naves que colonicen nuestro segundo hogar, si algún día damos ese paso. La Luna puede convertirse en el trampolín para escapar de nuestro planeta, y de ello hablaremos en un momento.

 

 

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